La
Biblia, redactada entre los siglos VI al II A.C. es producto de muy diversas
procedencias textuales y culturales, pero prevalecen notablemente las
mesopotámicas. Por eso es constante en los textos bíblicos la relación de sus
pasajes con lugares o episodios relacionados con la cultura mesopotámica: desde
la localización del Paraíso, entre los grandes ríos mesopotámicos; hasta la
presencia de los Reyes Magos de Oriente, en realidad astrólogos persas; sin
olvidar el tema del Diluvio Universal, estrechamente relacionado con numerosos
textos sumerios y babilonios, muy anteriores a la redacción del Génesis; o la
pugna del pueblo judío con todos sus vecinos (egipcios, filisteos, asirios o
babilonios), que como tales enemigos no dejan de ser sinónimos del pecado.
El
episodio de la Torre de Babel aparece en el Génesis, primer libro de
los que componen el texto sagrado de la Biblia, y en él se cuenta la
experiencia de los judíos supervivientes que después del Diluvio se asentaron
en una tierra cuyos habitantes dijeron: “vamos a cocer ladrillos al fuego. Construiremos una ciudad y una torre
que llegue hasta el cielo”. Observando Dios lo que hacían, pensó: “Mientras sean un solo pueblo con una sola
lengua, lo que proyecten lo realizarán. Confundamos su lengua y provoquemos
malentendidos entre ellos”, lo que según la Biblia finalmente
hizo fracasar el proyecto.
La
correlación entre la construcción a base de ladrillo cocidos, la elevación de
una torre que llegara al cielo, y las fechas probables en las que se redacta
este episodio, justo en el momento de la cautividad en Babilonia (S. VI A.C.),
explican esa supuesta relación con los zigurats, visto desde la perspectiva
judía como la muestra de soberbia de un pueblo que les había vencido y
humillado, y que por ello, sólo podía esperar la ira de su Dios.
Si hasta ahora, de una forma esquematizada y en distintos artículos, se
ha hecho una pequeña síntesis de las características arquitectónicas de los templos en las principales civilizaciones de mundo antiguo, clásico y medieval,
me dispongo ahora, y a modo de conclusión, a exponer la relación entre la forma
de los templos y la religión, el
pensamiento y la cultura de los pueblos que los construyeron para venerar a sus
dioses.
En primer lugar, creo
que es importante recordar las diferencias formas de concebir y de sentir el
mundo de las civilizaciones antiguas y clásicas, que quedan perfectamente
definidas con el paso de una concepción de la realidad
arquetípica y de ciclo
repetitivo, que llamamos discurso
mítico, a una concepción
donde, mediante la observación de la realidad, el hombre trata de encontrar una
explicación del mundo y de los fenómenos de la naturaleza, y de la naturaleza
humana, a partir de la reflexión y de la observación de causas inmediatas o
finales, sin buscar referencias en los mitos; es lo que llamamos discurso lógico. Introduciré
el ejemplo de los antiguos egipcios para ilustrar mejor qué quiero decir
cuando hablo de discurso
mítico.
Los egipcios tenían una
visión cósmica del mundo, cualquier cosa significativa estaba inmersa en la
vida del cosmos, y la función del rey era, precisamente, mantener la armonía de
esta integración. Para los egipcios, el mundo real estaba constituido por
objetos que responden a arquetipos y por acciones que repiten actos
primordiales, es decir, en ambos casos, por imitaciones o por repeticiones, por
un eterno retorno. La religión era el elemento vertebrador de sus sociedades:
todo era sagrado y su discurso era eminentemente mítico. En el discurso mítico,
todo era trascendente; el hombre no conocía ningún acto que no hubiese sido
vivido antes por otro ser humano; lo que hacía ya había sido hecho por otro
antes que él. Nada tenía valor por sí mismo. Tanto los objetos como las
acciones del hombre eran arquetipos de un tiempo
primordial. El mito, y con él el rito, era el medio por el que repetían y
recordaban el arquetipo celeste, o sea: el principio. Así pues, los concepto de
historia y de tiempo, tal como los entendemos nosotros, no tienen sentido y
quedan anulados puesto que todo suceso remite a un tiempo ya vivido en el
tiempo primordial. Y aquí radica su importancia.
En las sociedades de discurso mítico, el espacio dedicado al hábitat humano, en el sentido más amplio (ciudades, aldeas, casas, templos o palacios) reproduce el cosmos, está hecho a imagen del cosmos. Es, en realidad, un microcosmos, reflejo de la estructura del universo entero; es una síntesis de éste. La sacralidad de los templos, pirámides o zigurats se identifica con el hecho de ser el centro o el eje del mundo (axis mundi), arquetipo por excelencia porque es el punto central y origen de la creación.
En las sociedades de discurso mítico, el espacio dedicado al hábitat humano, en el sentido más amplio (ciudades, aldeas, casas, templos o palacios) reproduce el cosmos, está hecho a imagen del cosmos. Es, en realidad, un microcosmos, reflejo de la estructura del universo entero; es una síntesis de éste. La sacralidad de los templos, pirámides o zigurats se identifica con el hecho de ser el centro o el eje del mundo (axis mundi), arquetipo por excelencia porque es el punto central y origen de la creación.
La función de los
zigurats y su simbolismo permanecen aún como uno de los secretos sin desvelar
de las culturas mesopotámicas. El gran arqueólogo H. Frankfort, sostenía que “el zigurat es una aunque quizás sea la más
significativa de las múltiples simbolizaciones de la montaña sagrada
considerada como dentro y eje del mundo; el zigurat sería una puerta abierta al
cielo, una búsqueda de la divinidad que, de la misma manera que en las catedrales
góticas, se manifiesta a través del principio de elevación".
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